sábado

Sensaciones

9 de agosto del 2008

didgewind

pensamientos, relatos, muerte

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En casa siempre hemos sido muy futboleros. De hecho, uno de los primeros recuerdos que tengo de mi niñez es jugando al fútbol con mi hermano, mi abuelo y mi padre. A mi madre, ni fú ni fá, pero con el tiempo se aficionó. Eso de tener fútbol en casa todos los sábados, y con el tiempo sábados y domingos, influye mucho. El hábito hace al monje.

Mi padre es bético, mi hermano Manolo también. Todos los demás, sevillistas. Otro día os contaré las circunstancias de tan singular reparto, ahora no vienen al caso. Pero siempre hemos sido muy tolerantes. ¿Qué vas a hacer, enfadarte con tu padre por el fútbol, cuando es un cacho de pan? Y mi abuelo, aún siendo muy sevillista, siempre ha puesto paz. Amor de abuelo, que no distingue entre los colores de sus nietos.

Para ver el fútbol, en casa tenemos una disposición establecida por la costumbre: mi padre se coge un sillón y se pega al balcón, a la izquierda; mi abuelo se coge otro y se pone a la derecha. Ambos justo enfrente del televisor, para poder verlo bien. Mi madre se sienta donde siempre, en SU sillón, a la derecha de la mesa, detrás de mi abuelo. Yo tenía la costumbre de ver los partidos en el sofá, detrás de la mesa, pegadito a mi madre. Suelo tener el portátil enchufado, pero con el tiempo, conforme me ha ido fallando la vista y me he vuelto más aficionado, he terminado cogiendo yo mismo un sillón y acomodándome entre mi padre y mi abuelo, pero sólo para ver los partidos del Sevilla.

Mi afición. Ésta se ha ido incrementando con el paso del tiempo, debido principalmente a Internet. Antes, bueno, sí, era sevillista, me enteraba de los resultados, veía los partidos cuando los daban por la tele, a veces oía la radio, pero poco más. Con Internet comencé a relacionarme con otros sevillistas, gente de allí, que te mantenía al tanto de las novedades del equipo, gente de Madrid, con los que quedaba para ver los partidos cuando el sevilla estaba en segunda, medios digitales donde encontrar información que los periódicos nacionales o las televisiones, si no es del barca o del madrid, no mencionan... hasta el punto de que terminé haciéndome abonado (socio también con dos acciones) aún viviendo en Madrid, eso sí, abono compartido con un amigo de Plasencia (también conocido a través de Internet), lo que me ha permitido asistir a muchos partidos emocionantes en casa y a varios importantes fuera (semifinales de la uefa en Alemania y final en Eindhoven; final de la copa del rey en Madrid...), momentos muy divertidos, aparte de por el encuentro en sí, por el hecho de viajar, reencontrarme a distintos amigos por los diferentes sitios por los que me he movido y conocer lugares nuevos y gente muy interesante, con alguna de la cuál aún no está dicha la última palabra.

El caso es que esta afición la he trasladado a casa. Comprando bufandas, hablando del sevilla con mi abuelo y mi madre, llevándomelos a partidos o a reuniones sociales con el presidente, Monchi, Caparrós, Pablo Alfaro... A mi madre la llevé a un partido contra el atleti en Sevilla (nosotros vivimos en Badajoz) y, aunque empatamos a cero, se lo pasó tan bien que me dijo que si viviera en Sevilla iría todos los domingos. Mi madre usó también esa afición para animar a mi abuelo cuando el pobre andaba jodido de la espalda. Debo aclarar que mi abuelo es un toro: bajito, fuerte, como él dice no ha estado enfermo en su vida. Yo creo que si me da una mascá, me tumba. Y hace un par de años comenzó a darle problemas la espalda, y andaba tristón. Claro que con ochenta años, más cerca de los noventa, qué te puedes esperar, no vas a pedirle peras al olmo. Así que mi madre aprovechaba los partidos del Sevilla, sacaba las bufandas, y cuando marcábamos un gol, cosa que en los últimos tiempos era bastante frecuente, pues todo el mundo a gritar, a aplaudir, y a agitar las bufandas. Bueno, todos menos mi padre y mi hermano Manolo, que son béticos. Pero mi padre sonreía y también se le veía feliz, porque como ya he dicho, aunque bético, es un cacho de pan.

Los últimos meses de mi madre se invirtieron los papeles. Ella estaba en un estado somnoliento, por la morfina, y porque el hígado ya le fallaba y liberaba toxinas que iban directamente a su cabeza. Me imagino que es como cuando estás fumado o de hongos, que estás en otro mundo y de vez en cuando regresas a éste. Sólo que cuando estás fumado o de hongos sabes que ese estado es temporal, mientras que el de mi madre no lo era. Y debe ser agobiante. Y cuando estás en un estado consciente no eres capaz de situarte. Recuerdo una vez que, estando con ella en su habitación, me dijo que la acompañara al baño, que tenía ganas de vomitar. Una vez allí se echó a llorar desconsoladamente preguntándome que qué hacíamos en el baño. Yo le dije que había ido con ella porque tenía ganas de vomitar. Me miró sin comprender, aún llorando, y me dijo que no, que ella no me había dicho nada. Luego preguntó que qué le estaba pasando.

En esos momentos no sabes qué hacer. Intentas explicarle que con las medicinas, que es normal que se le olviden las cosas, pero no sabes si decirle lo del hígado, porque tu padre y tu hermano, que son médicos, te han dicho que parte de las esperanzas de que se recupere están en que ella siga optimista y pensando que se va a recuperar. Y claro, si le cuentas lo del hígado, a lo mejor no ayudas. Así que tienes que disimular, sonreír, darle un abrazo y decirle que es normal, que es la medicación. Y tragar con todo, con la pena, con el dolor, con la rabia. Porque tú sabes que se está muriendo. Y que no puedes hacer nada por evitarlo.

Así que cuando mi madre estaba en ese estado, siempre tumbada en la cama, siempre sin fuerzas, la llevábamos al salón si le apetecía, para ver al Sevilla. Y era mi abuelo el que sacaba las bufandas, y era mi abuelo el que se la ponía alrededor del cuello, y el que le decía 'Carmen, ha sido gol', y agitaba la bufanda delante de ella para que reaccionara. Mi madre sonreía, se le iluminaban por un instante los ojillos, y movía la suya ligeramente, para volver a caer de nuevo en ese estado de no-vigilia casi permanente.

Ya casi al final mi madre quiso comer con nosotros. Solía comer en la cama, le llevábamos una bandeja y le dábamos de comer, porque no tenía fuerzas ni para tragar. Pero ese día dijo que quería levantarse. Pusimos la mesa, la ayudamos a sentarse, y comimos. Supongo que quería recuperar algo de vida normal, hacer algo que formara parte de la rutina diaria, cuando la rutina era lo habitual. Quería sentirse viva de nuevo, poder decirse, todavía puedo comer con mi familia, como antes, la enfermedad aún no me ha quitado eso. O tal vez era consciente de que le quedaba poco tiempo y quería disfrutar una última vez de los momentos que la hacían feliz. Eso es lo que pensé yo en ese momento, que a lo mejor era la última vez que comíamos juntos, como así fue. Te llega de repente, como una revelación, que no puedes asimilar en ese ahora porque el ahora está centrado en tu madre, en que se encuentre a gusto, en que la comida de hoy sea tan normal como todas las comidas que habéis tenido juntos y que hace tantos meses que no tenéis, que no haya nada que la signifique, que pueda disfrutar de su familia como si no existiera la enfermedad. Y optas por no pensar en nada, que todo esto no te afecte, porque no es justo que tu madre, que es la que está jodida, tenga que cargar además con la pena de verte triste.